sábado, 26 de julio de 2008

Derritiéndose en Berlín...


Estoy escribiendo una entrada para contaros qué tal fue el discurso de Obama en Berlín (sí, yo fui una de las 200.000 personas que asistieron), pero como me está costando un poquitín de tiempo (elemento que falta en mi vida), os intento dar un poco de envidia. ¡Besos!

jueves, 24 de julio de 2008

El genio ruso



Aprovechando la visita (hace ya diez días) de cierto caballero subtitulari también conocido como Fingidor, joven de conversación y compañía más que agradable y a quien me alegré montones y montones de ver, fui a ver la exposición sobre Rodtschenko (en transcripción alemana) o Ródchenko (en cristiano, según Wikipedia).


No voy a escribir una entrada "científica" hablando del genio constructivista, ya que no soy ninguna experta y hay muchísimos cosas en Internet para leer y que están muy bien, pero me apetecía poneros algunas cositas que me gustaron de la exposición. Aunque es una pena, porque los fotomontajes pierden al ser reproducidos. Me gustaron mucho más vistos en directo que luego en el catálogo.





Este, por ejemplo, me gustó muchísimo, y así visto tampoco dice gran cosa:







Resulta que Rodtschenko primero se dedicó a jugar con las fotografías de otros para hacer los montajes que le harían famosos, y luego dedició coger la cámara él mismo para tomar fotografías desde perspectivas y ángulos imposibles y hacer primerísimos planos.

Había algunas verdaderamente preciosas.






La exposición valió mucho la pena y salí de allí con ganas de coger la cámara y ponerme a hacer fotos. Supongo además que el hecho de verlo con Ernesto, que sabía mucho más que yo sobre poetas y demás artistas rusos, y con quien fue un placer pasar una lluviosa tarde en Berlín, también ayudó a que fuera un día redondo.





[Por cierto, Ernesto, si lees esto: "Un perro andaluz" es de 1929 y el collage de Rodtschenko que nos recordó a la peli de 1924. Duda solucionada.]

lunes, 21 de julio de 2008

Una bomba en el jardín

El martes pasado por la noche iba yo en el metro (volvía de una cena de despedida, fenómeno que empieza a ser casi cotidiano, para gran disgusto de servidora) cuando, al llegar a la estación de Heidelberger Platz, el metro siguió de largo sin pararse. Me sorprendió mucho, porque no parecía que la estación estuviese cerrada por obras ni nada. Al bajarme en Wedding -mi estación- me fijé en el panel electrónico donde pone cuántos minutos va a tardar en llegar el siguiente metro, etcétera, y para mi gran sorpresa, leí: "Atención: estación de Heidelberger Platz cerrada por encuentro de bomba".

Claro, es lo que suele pasar todos los días: encontrarse una bomba.
Yo no salía de mi asombro.


Al día siguiente leí en el periódico los detalles: la bomba en cuestión era, evidentemente, de la Segunda Guerra Mundial, permanecía sin explotar, pesaba 500 kilos, fue descubierta mientras arreglaban una calle, hizo que evacuaran a 12.000 personas durante 24 horas, que se cerrasen cuatro estaciones de metro (en Alemania todo se hace a lo grande) y tardó 17 horas en ser desactivada.

Aquí os dejo una foto de la criatura:


Lo más curioso de todo es que a nadie le interesó lo más mínimo la noticia. Se ve que en Berlín están más que acostumbrados a que se encuentren bombas de la guerra que jamás explotaron cuando arreglan calles o construyen nuevos edificios. Y sin embargo, a mí me llamó muchísimo la atención. Tanto, que ahora estoy escribiendo esta entrada.

Para aquel que quiera practicar su alemán, pinchando aquí, aquí y aquí leerá los artículos del Tagesspiegel que salieron sobre la bomba en cuestión.


Como apunte final, os cuento que esta es mi primera semana sin universidad (pero no sin trabajos que hacer para la facultad), y que por eso he ido corta de tiempo para escribir impresiones berlinesas. Tengo un montón de entradas en borrador que nunca tengo tiempo de acabar. Espero hacerlo pronto.

jueves, 10 de julio de 2008

Cosas que ocurren en un bar de tapas de Berlín

No he contado todavía en estas impresiones que la semana pasada empecé a trabajar de camarera en un bar de tapas del centro de Berlín. Dejando los detalles a un lado, quería compartir con vosotros algunas pocas observaciones (todas de gran valor sociológico) que he ido realizando. Resulta increíble la de anécdotas que se juntan en un par de días cuando estás tantas horas detrás de una barra.




Para empezar, y como introducción, os hablaré de los dos tipos de clientes principales del bar-restaurante. Se dividen en dos categorías:

A, los españoles que han venido a pasar tres o cuatro días a Berlín y ya echan de menos unas patatitas bravas y que les hablen en cristiano. Normalmente exclaman al ver la carta: "¡Qué bien, tienen San Miguel!" A mí se me queda siempre cara de panoli. Tendré que empezar a practicar la cara de póquer.
Lo cierto es que los españoles son divertidos y dan pie a una multitud de anécdotas. Como la de ayer. Familia típica: papá, mamá, hijo, hija. Se sientan todos en la barra (es decir, que les tenía enfrente) y la señora me da conversación. Lo típico: que cuántos años tienes, que qué estudias, etc. Tras veinte minutos así, me dice: "¿Y dónde has aprendido español? Porque hay que ver lo bien que hablas". No supe reaccionar a tiempo y me quedé con cara de qué-me-estás-contando.
Ahora bien, la situación típica es la de la pareja jovencita de Madrid que tras gastarse 40 euros en cenar dejan 30 céntimos de propina (ni uno más, ni uno menos).


El tipo de cliente B son los alemanes que veranean en España y, ya que salen a cenar, practican un poco su español (he notado que les cuesta decir "empanadilla") y además alardean de sus conocimientos gastronómicos (sobre cuando son hombres acompañados por una mujer): "¿Pero el alioli es casero? ¿No tenéis bacalao en tomate? ¿Hacen la paella al momento?" Pero no os equivoquéis, me resultan muy simpáticos. Y esos al menos dejan buenas propinas.

Ahora en verano también existe un caso C de cliente: los ingleses/estadounidenses (para el caso, da igual) que beben cantidades ingentes de vino y por supuesto, te hablan directamente en su idioma para que les entiendas. He de decir que hay excepción a la regla: ayer un señor muy amable de Texas quería practicar su español y me gritó a pleno pulmón desde la otra punta del bar: "¡Tráigame una de manchego!"

Pero lo de ser camarera tiene su intríngulis, no os vayáis a pensar. Por ejemplo, he desarrollado una técnica insuperable para escaquearme de las preguntas tipo: "¿Y qué vino me recomiendas?" incluso antes de haber sido formuladas. El truco es abrirles la carta de vinos y decir: "Les dejo que elijan entre nuestra amplia oferta" y salir corriendo. Por ahora ha funcionado.

También hay clientes que te hacen vivir momentos surrealistas como la señora alemana vegetariana que, después de poner cara de asco delante de todas las tapas porque casi todas son de pescado, de decirme que tampoco come champiñones ni queso de cabra, que no le gustan las alcaparras ni los pimientos con queso, decide meterse entre pecho y espalda una ensalada de patatas, aceitunas... y beicon, porque "Total, da igual".

Y el momento impagable del día es salir de trabajar a las cuatro y media de la mañana y que sea totalmente de día. Viva el verano berlinés.

martes, 8 de julio de 2008

jueves, 3 de julio de 2008

El olor del café tostado

Desde que Proust y su madalena (o magdalena) se hicieran tan famosos, hablar de cómo un olor te puede traer vívidos recuerdos que permanecían algo adormilados en algún rincón de nuestra memoria resulta un manido tema. Sin embargo, no puedo renunciar a escribir unas líneas sobre el olor del café tostado.





Ayer por la tarde bajaba yo del metro en Hackescher Markt, con un calor abrasador más que inusual para esta ciudad, intentando coger el aire que me había faltado en el vagón del metro, cuando de repente olí a café. Pero no a café recién hecho, ni a café moliéndose. No, a café tostándose. Es un olor muy dulzón, casi desagradable, que te envuelve y te pringa y no te deja.

Me paré, olfateé en el aire, hinché mis pulmones de ese olor. Y de repente, como un clic, me vi perfectamente bajando de la estación de tren de Castellón, cogiendo el bus y tomando el camino a la universidad. Al lado de la estación hay (supongo que sigue habiendo) una fábrica de café y, muy a menudo, ese olor flotaba, pesado, en el ambiente. Cuando empecé mis viajes diarios a la Plana Alta, ese olor era algo que me molestaba, que me empalagaba. Luego me acostumbré y al final era parte de mi pequeña rutina diaria, como lo era comprarme golosinas cada vez que perdía el tren de vuelta a casa por segundos.

La estación de tren de Castellón no es el lugar más romántico del mundo, ni el olor me trajo recuerdos especialmente agradables (pues acabé harta de ir todos los días a esa ciudad tan fea), pero qué sensación tan extraña es tener la impresión de volver a estar allí. En medio de Hackescher Markt, en una de las zonas más turísticas de Berlín, con los rayos de sol cayendo en vertical, volví unos cuantos años atrás.